Around the World in New York/ La vuelta al mundo en Nueva York
New York: Century, 1924
Capítulo XI: Spain (pg. 275-295)
Hace muchos, muchos años, atravesé los Balcanes a toda velocidad con destino a España. Tenía prisa por llegar a Madrid en una fecha concreta, por lo que no tuve tiempo para detenerme a disfrutar de la ruta. Sólo me fue posible apreciar los países que separan Rumanía de España a través de las ventanas del tren, y durante paradas cortas en ciertas estaciones de ferrocarril. Nos detuvimos brevemente en Bucarest, la capital de Rumanía. Tuve ocasión de vislumbrar el luminoso techo de la ciudad –flotando a varias millas de distancia- y de observar a la masa de gente que abarrotaba la estación: campesinos en indumentaria nacional, y mujeres ataviadas a la última moda, con trajes traídos de París y extravagantes sombreros diseñados por los modistos de Viena. En torno a nosotros aparecían alineadas miles de casas bajas, construídas con ladrilllo. También un gentío que caminaba rumbo a los campos de cultivo y las fábricas. Carruajes de caballos. Bueyes tirando de carros de ruedas bajas. Estas visiones erráticas de las estaciones y sus habitantes se precipitaban a toda prisa, frente a nosotros, hasta que alcanzamos la frontera: los inspectores de aduana se acercaron entonces, para escrutinarnos antes de permitir el paso. La locomotora chirrió, las ruedas de los coches atravesaron el acero de los raíles, sonaron campanas, la gente empezó a llamarse, los unos a los otros.
Podria haber adivinado inmediatamente que nos adentrábamos en otro pais, a pesar de que tan sólo una linea arbitraria separaba a ambos. Y muchas horas más tarde nos detuvimos en la siguiente frontera. Entramos en Austria. Las ruedas seguían girando y girando mientras íbamos dejando atrás estaciones de ferrocaril, bastante mejor dispuestas y limpias, en apariencia, que las previas. La gente presentaba características más locales y propias, menos adheridas al plumaje parisino y vienés. Nos detuvimos brevemente en Viena. Recuerdo con gran claridad la excelente cerveza y el Leberwurst que degustamos en el comedor de la estación. Tampoco he olvidado a las bellísimas camareras. Todo era completamente nuevo para mí. ¡Tan organizado e higiénico! ¡Las miradas tan brillantes! ¡Las poses tan pasionales! Y sin embargo me fui de allí con la sensación de que aquellas mujeres eran las más frías que nunca había visto. Los camareros (hombres) fueron extremadamente atentos, y agradecieron hasta la saciedad las escuetas propinas.
El siguiente tramo del viaje tomó muchas horas, y nos condujo a través de una Alemania que apenas vislumbramos. Pues una tenaz ventisca precedía y perseguía a nuestro tren, a pesar de ser primavera. ¡No había manera de adelantarla! Días más tarde entramos en Francia, donde seguimos avanzando a toda velocidad hasta llegar a París. Allí -a pesar de la larga espera que me separaba del trayecto a Madrid- resolví no salir de la estación. No quería distraerme lo más mínimo, pues temía que una excursión a la ciudad pudiera posponer mi marcha. Los misterios de París resultaban tan atrayentes para un turista de Gare St.-Lazare… que no hubiera podido resistir la tentación de haber pisado la calle.
Y en el momento en que me felicitaba a mí mismo por tamaña fuerza de voluntad, el tren arrancó de nuevo. Llegué a Madrid a tiempo para atender el compromiso.
Estas memorias de aquel viaje regresaron hace pocos días, cuando atravesaba el distrito de los Balcanes -en Nueva York- para llegar al de España. Recorrí la sección rumana, una esquina de la austro-polaca, la austriaca, rocé la alemana, bordeé la francesa y al fin me adentré en la española. Lo que únicamente quiere decir que caminé desde la calle 14th hasta la 8th, y luego desde la Segunda Avenida hasta la 23rd para continuar hasta la Séptima Avenida, frontera de la España neoyorquina. Este distrito se extiende hacia el sur hasta Abingdon Square, y engloba todo el territorio comprendido entre las Avenidas Séptima y Octava.
El turista que visita España suele sorprenderse por la poca vida cotidiana que es capaz de conocer, a excepción de la que se muestra en distintas exposiciones, salas de teatro (apenas existentes), corridas de toros y mercados públicos. Resulta difícil penetrar el hogar de los españoles, sus verdaderas costumbres: la gente se muestra más abierta en cualquier otro pais que uno visita. Esta inacesibilidad podría deberse a la sangre árabe que corre por sus venas, o acaso al sentimiento de grandeza adquirido durante el período imperialista, cuando eran los amos de Europa y el Mundo. Sea como fuere, el español se repliega en su capa lo mismo que el árabe en su tienda de campaña. La mujeres ocultan sus rostros, y los hombros dirigen miradas sombrías… como velos. Velos que, pese a ser invisibles, resultan del todo impenetrables. No conozco una faz más misteriosa que la del español o española, a excepción de la del indio. Y es que a pesar de haber vivido en Europa durante siglos, la influencia africana es muy fuerte. Esto se aprecia en la arquitectura, de Granada, Sevilla, Madrid y Barcelona. Estas regiones difieren mucho en su temperamento, pero en el fondo son la misma cosa. ¡La arquitectura así lo asegura! Los españoles son mucho más que simples vecinos y enemigos de los marroquíes.
Esto explica porqué en Nueva York -pese a que cuenta con unos veinte mil habitantes españoles, y al menos el doble del mismo origen pero venidos de Centroamérica-, resulta difícil encontrárselos. Su actividad apenas se siente: raras son las representaciones teatrales de compañías españolas, uno nunca oye hablar de ellas; y pese a la tradición, talento y propensión que sienten hacia el baile, tampoco suelen ensayarlo en locales públicos. En Nueva York no hay las salas de baile españolas; tampoco cabarets.
Tengo la sensación de que, en Nueva York, el español se muestran aún más reticente que en España. De alguna manera siente –debido el descubrimiento de Colón- que este territorio le ha sido arrebatado. Todavía se resiente ante el vendaval de superioridad anglosajona, que se llevó sus posesiones en las Américas. Y todavía alza la barbilla cuando se encuentra a uno de esos trepas: no olvida quién le robó lo que era suyo. El emblema de un pais se refleja en sus monedas, y hubo una época en que el oro español era la moneda de América.
Los comercios, restaurantes y sociedades españoles se mantienen medio ocultos, existen entre bastidores. Al recorrer la calle 14th y la 17th (o cualquiera del centro de este distrito) uno se sorprende por lo poco invasivos que resultan los locales españoles. Se muestran insolentemente modestos… en un pais donde la modestia es pecado. Una pequeña señal en una ventana, letras negras contra un fondo blanco, un cartel apenas visible sobre un muro. Y al entrar dentro uno siempre es recibido con gran dignidad, como si fuese un auténtico honor que lo atiendan. Se comportan de manera absolutamente discreta, silenciosa y controlada. Todo en el interior de estos locales resulta tremendamente español. Al entrar en sus restaurantes, los camareros dan por hecho que se habla el idioma, se dirigen a uno en español. Sirven la comida con discreción y elegancia. Y la caja registradora apenas se deja oir cuando llega el momento de pagar. La dignidad también se traduce en este gesto: surge la sensación de que el pago sirve para devolver un regalo –una concesión-, y no para abonar una consumición. Los propietarios y camareros sonríen bastante menos que en el distrito francés; sus miradas infieren superioridad, como si estuviesen haciendo un favor al cliente (esto es, precisamente, lo que cruza la cabeza de toda auténtica dona española).
Una vez tuve ocasión de compartir vivienda con cuatro familias españolas, por un período de un año. Al final de la convivencia era capaz de diferenciar los pasos de todos ellos, de acertar cuál de los miembros de la familia Cienfuegos -todos músicos- estaba tocando el piano, o de reconocer quién cerraba una puerta, dos pisos más abajo. Pese a todo, ninguno de mis vecinos españoles me saludaba en el rellano. Obviamente la conversación quedaba descartada.
La etapa en que residí en el distrito español de la ciudad se ha convertido en uno de mis más gratos recuerdos. Las calles eran muy anchas y los pórticos se proyectaban sobre las aceras, por lo que, por las noches, era posible disfrutar de las serenatas que los jovenes dedicaban a las señoritas, en tonos bajos y acompañadas de expertas guitarras.
Casa Sevilla, en la calle 14th, era frecuentada por un selecto grupo de hombres jóvenes españoles, que acudían a la hora de la cena. ¡Algo muy extraño tenía lugar en los cuartos de arriba! Aunque posiblemente… ¿nada extraordinario? ¡Pero eran tan misteriosos! El comedor estaba enteramente decorado al estilo español. El aroma y el sabor de la comida, así como los largos rostros de piel morena de los comensales, hacían a uno sentirse en España, en vez de en Nueva York. La dueña del local era una señora muy robusta de unos cincuenta años, que vestía con ropa tipícamente española, tras el mostrador. Un día en que cené allí con un amigo nos sirvieron uno de los peores vinos que he probado en mi vida. La dueña, que se sentía muy comunicativa, se acercó a nuestra mesa para darnos las buenas noches. Protesté por la calidad del vino.
“Es el que solemos servir a los huéspedes”, respondió, y añadió, tras una larga pausa, “guardo uno mucho mejor para mis amigos y para mí”.
A esto repliqué con algarabío: “Entonces, por todos los santos, consídereme uno de sus amigos”.
“¿Quiere usted ser mi amigo?”, preguntó. “Probará el otro vino ahora mismo”.
Caminó hasta el mostrador y extrajo una botella de aspecto envejecido, de vino de Marsala, y una copa más para sí misma. No nos tomó mucho tiempo terminar la botella. Mi amigo pidió otra con entusiasmo, que también disfrutamos en su compañía. Cuando me levanté para pedir la cuenta, descubrí que las dos botellas no habían sido incluídas.
“Disculpe”, me dirigí a la dueña, “las dos botellas de Marsala no han sido incluídas en la cuenta. ¿Podría indicarme cuánto cuestan?”.
La señora se levantó como un rayo, con los ojos llenos de furia. Estaba terriblemente enojada.
“¡Ya veo!”, gritó. “Usted no quiere ser mi amigo. ¡Por eso insiste en pagar por el vino!”.
Me disculpé insistentemente, y al final convencí a la señora de que no había querido ofenderla con mi ofrecimiento. Hubo que beberse una tercera botella de Marsala y besarle la mano.
En su memorable libro “Travels through Arabia Deserta” (“Viajes por la Arabia desierta”), Doughty habla de la maravillosa hospitalidad de los beduínos y otras razas de árabes: quien parte el pan con ellos inmediatamente se convierte en su huésped. Además, defienden a quien se aloja en su casa (o campaña) con uñas y dientes, incluso si esto supone enfrentarse a sus propios hermanos. Y sin embargo, no sienten resquemor en disparar y matar a este huesped, una vez atraviesa el umbral para marcharse. Los españoles poseen un extraordinario sentido de la hospitalidad, comparten todo lo que tienen en sus casas, ¡pero hay que andarse con ojo para no coger más de la cuenta!
El distrito entero -hasta Abingdon Square, en la calle Hudson- aparece lleno de balcones enrejados, de casas bajas de ladrillo rojo. Y al cruzar la calle encontramos la Taverna Rusa. Todo esto es más de lo que uno pudiera imaginar del Viejo Mundo, a tan sólo unas cuadras de Broadway y de los agitados pasajes de la ciudad. Las calles parecen mosaicos, abarrotadas de camionetas y carros que transitan rumbo a los bares del Río Hudson. Banderas marítimas, mástiles y chimeneas portuarias asoman desde cualquier fin de calle de la zona oeste. Y por la noche, las ventanas no arrojan la luz que es posible apreciar en otros distritos: muchas casas aún no han sido habilitadas con tuberías de gas y dependen de las lámparas de keroseno.
Este barrio, que se extiende desde Abingdon Square hasta la calle 23rd, está poblado por algo más que españoles. Los portugueses, por ejemplo, abundan. También hay cubanos, sirios, caribeños de Guadalupe, así como un contingente irlandés que vivía aquí mucho antes que el resto de nacionalidades. Sin duda, la población católica de Nueva York se concentra en esta localidad. Y es posible escuchar hasta cinco tipos distintos de inglés en las calles.
La Capilla St. Luke (St. Luke´s Chapel) se encuentra a pocas cuadras al sur de la calle Hudson. Construída hace un siglo, sus ladrillos pintados de amarillo recuerdan a la avenida de un pequeño pueblo, mucho más que a la opulenta iglesia de una gran metrópolis. Las alas adicionales, e incluso las viviendas colindantes de los feligreses –donde se celebran las diferentes actividades de esta comunidad creciente- pasan desapercibidas a primera vista: uno no se fija en ellas. Y al seguir caminando, de pronto emergen las misteriosas calles Jane y Horatio, llenas de naves comerciales con olor a dátiles, higos y otros frutos secos. Las naves conviven con los edificios residenciales y durante la primavera, el olor del pan fermentado de San Juan (St. John) se vuelve irresistible. El calor hace que los dátiles e higos maduren y este aroma se mezcla con el del café Gilead: el olfato provoca un irrefrenable apetito por lo oriental.
Una “sede” de camiones, cuya arquitectura remite a la de Sevilla y Granada, ha sido establecida en la calle Gansevoort. El arquitecto parece haberse inspirado en estas ciudades para diseñar el edificio… es un verdadero artista. Y en esta misma calle (a la altura del cruce entre la 13th y la 4th) el colegio San Bernard emerge como una iglesia del Viejo Mundo. Sus proyecciones de imágenes de San Ignacio y arquitectura -pese a ser de reciente construcción- se integran maravillosamente en el entorno. Y es que, en el pasado, esta azarosa conglomeración funcionaba como exclusivo barrio residencial –esto se evidencia en muchos otros edificios-. En aquellos tiempos la calle 21st se llamaba Love Lane (Avenida del Amor), y la Post Road (Carretera del Correo) atravesaba Abingdon Road (Camino de Abingdon). El barrio entero, hasta Kissing Bridge (Puente de los Besos) en la calle 27th, se recorría a través caminos y apacibles bosques.
Los edificios de la calle 14th, entre las Avenidas Séptima y Octava, han sido construídos sobre un estrecho parche de tierra en primera línea. Pese a que cada vivienda presenta la misma altura que sus colindantes, todas ellas poseen un estilo diferente y único: algunas son de ladrillo rojo, con carpintería negra y profundos alfeízares sobre los arcos de las ventanas. Entre un edificio rojo y otro gris emerge una fachada de estuco amarillo, una vivienda de oblongas ventanas, con tragaluces rojos asomando entre ellas: se trata de Casa María, cuyas arqueadas ventanas y puertas asoman tras rejas de hierro forjado. Se accede al interior a través del sotano, lo que resulta tan misterioso como el descenso a una plaza subterránea de los alrededores de la Alhambra.
Un poco más adelante encontramos la fachada de hierro forjado de la Iglesia de Guadalupe, que contrasta con los edificios en la acera de enfrente, todos de estilo anglosajón. El camino que parte la calle parece separar dos países completamente distintos.
También cabe destacar el edificio que se encuentra en la esquina de la Séptima Avenida, con sus diez pisos fosforescentes y cuadros azules entre los amplios ventanales. En el piso bajo hay un banco español -posiblemente el más importante de toda la ciudad- así como una perfumería y una librería abarrotada de libros –todos ellos españoles-. Los dependientes se desviven por ayudar a los clientes. Insisten en ofrecer explicaciones, no sólo referidas al contenido de los libros sino también a los autores. Resulta imposible salir de allí sin un libro bajo el brazo, son los dependientes más cultos del mundo. Me han dado a conocer a Rubén Darío, el gran poeta centroamericano cuya obra ha soprendido y conmovido al público español. También me han introducido a otros poetas, todos españoles, que viven en EEUU. Sorprendentemente, el mestizaje entre indios y españoles está aportando una increíble riqueza a la literatura y poesía española moderna. He podido disfrutar de un gran número de pasajes que los dependientes leyeron en voz alta y -pese a no entender del todo el idioma- su ritmo y sonido me parecen fascinantes: una mezcla de baile español con rezos indios.
En la esquina opuesta se alza el Metroplitan Temple (Templo Metropolitano), en mi opinión la estructura simétrica más bella de todo Nueva York. De igual manera en que alguien extraña la visión de las praderas verdes antes de la primavera, o en que aquellos que crecieron junto al mar añoran su olor, la visión del agua salada, al igual que ellos a menudo siento la necesidad de encontrarme con las líneas de este edificio durante mis paseos por la ciudad. De hecho, me gusta tanto que aún no he me atrevido a atravesar sus puertas, por miedo a que las tripas del edificio puedan dañar la felicidad que me produce la contemplación de su fachada. Espero el viajero disculpe esta superficialidad, mi admiración por la apariencia externa de los objetos. Pero, ¿acaso no la disfrutamos todos?
Esta encarnación del Viejo Mundo se vuelve evidente en el mismo momento en que uno atraviesa la calle 15th, tras dejar atrás el edificio con apariencia de barraca, el Street & Smith. Entre las enormes construcciones desprovistas de intención estética vemos las decrépitas chozas de madera, que se suceden una tras otra. También es posible vislumbrar alguna tienda de ropa vieja, de prendas que ni siquiera intentan parecer nuevas. Y es que esta zona del barrio pegada al borde del río es extremadamente pobre: está habitada por gente muy humilde, aún si de vez en cuando emerge una fachada renovada y pintada a la manera de Greenwich Village. Si tomásemos una foto de estas chozas, de quienes las habitan en la calle 17th, junto a la Séptima Avenida, sería casi imposible adivinar que semejante topografía se encuentra emplazada en el mísmisimo corazón de la ciudad de Nueva York. Cualquiera pensaría que se trata de una imagen de los barrios negros del sur, o de las destartaladas cabañas de Tía Juana en Méjico, junto a la frontera con Califormia. Estas feas chozas son innumerables, al igual que las tiendas-basura, y las calles aparecen abarrotadas de niños arapientos. De hecho, la mayoría de dependientes de la caridad viven aquí.
Al llegar a la calle 22nd uno se adentra en España de nuevo. Las calles son más anchas y luminosas; se trata de una ciudad española. Ya en la calle 23rd -a partir de la Novena Avenida- las hileras de casas que atraviesan el distrito en el lado norte presentan regias columnatas con pórticos retranqueados, y verjas de hierro que se abren a jardines frontales y amplias escalinatas de acceso. Cada fachada aparece pintada en un tono distinto; uno se siente en un mundo aparte, alejado del frenético ritmo de la ciudad: resulta inevitable detener el paso para escuchar el sonido de las guitarras, se hace difícil salir de allí. Una señorita con pañuelo negro prendido al cabello y hombros cubiertos con chal rojo asoma tras la puerta de una de las casas, y camina contra el pálido azul del atardecer. Sus zapatillas rojas de tacón acentúan el ritmo de sus pasos -el movimiento de sus caderas tras la amplia falda-. Las mujeres españolas no caminan sino que bailan, y tampoco saben hablar, ellas cantan.
Sin embargo es difícil toparse con ellas. Al igual que sucede en Harlem, viven encerradas, lejos de la vista de los hombres: apenas se asoman tras las puertas entreabiertas. Sin duda esto se debe al gusto por la penumbra, característico en quienes han crecido bajo un sol inhóspito. Si uno quiere verlas –si verdaderamente está empeñado en verlas- es posible hacerlo durante las suaves noches de verano, cuando el sofocante aire del río y el fuerte aroma de las acacias en flor consiguen que nuestros amigos españoles salgan a reunirse a las plazas. Alguien estará tocando música en algún sitio. Tras la transparencia de las ventanas entornadas es posible atisbar a las jóvenes señoritas, que tocan las castañuelas y taconean al ritmo de alguna melodía. Las mujeres españolas expresan los sentimientos cuando bailan; conviene aprender a interpretarlas –resulta más útil que aprender el idioma- cuando uno visita España.
No preguntes quién canta; quién es el dueño de esa poética voz cargada de emociones. Podría ser el barbero que trabaja en la esquina, el dependiente del banco, un camarero o hasta el robusto y lustroso comerciante que se pasa el día en los juzgados. Los españoles recurren a la justicia constantemente; no para solventar un amor u odio puntual sino porque se trata de su más aventajada industria.
Hace escasos años, cuando toda América parecía estar a los pies del señor Blasco Ibáñez, surgió una fascinación por lo español en la ciudad. Durante un tiempo esta pasión llegó a sustituir el afán por lo ruso. Muchas editoriales se hicieron la competencia en la traducción de autores españoles. Y Broadway -también sumado a esta tendencia- produjo varias obras de teatro españolas que cosecharon gran éxito. Los españoles de Nueva York se sentían verdadermente orgullosos, lo que les permitió redimirse de la mala prensa que hasta entonces les había perseguido tras la guerra entre España y América. Sin embargo, ese interés se ha desvanecido nuevamente. El único beneficio que creo aún perdura es el interés que los españoles –siempre dispuestos a devolver un cumplido- empezaron a mostrar en la literatura americana. Más de treinta autores americanos han sido traducidos al español estos últimos año, con las obras de Jack London a la cabeza. Las viejas historias de vaqueros, relatos españoles, también resucitaron y fueron muy leídos.
Un gran número de mejicanos convive con los españoles en este distrito de la zona sur de la ciudad. Y un grupo aún mayor -junto con brasileños, cubanos y otros hispanoamericanos- vive entre las calles 59th, 60th y 61st, junto a Columbus Circle. En los buenos tiempos, la mayoría de complots políticos se urdían en las cafeterías de este barrio.
La estatua funcionaba como una suerte de punto de encuentro después de la medianoche. Y todavía hoy es posible percibir ciertos entramados políticos, surgidos de los susurros y súbitas marchas de determinados caballeros que parecen vivir a caballo entre Chile, Ciudad de Méjico, la Havana, y Nueva York. Esta localización ha sido y sigue siendo el escondite de filibusteros, intrigantes y revolucionarios: cuando uno pregunta a qué se dedican estos elegantes y perfumados caballeros nadie responde. O la réplica se refiere, como mucho, al empleo de unos pocos. En la noche del nombramiento del presidente Obregón ocurrieron varias misteriosas desapariciones, y esto se repitió cuando la Huerta decidió arremeter contra Obregón. Los complots vinculados con el petróleo y la revolución se suceden desde el alba hasta el ocaso. Petróleo, petróleo, petróleo. Gotea en todos lados. Como si Méjico fuera el contenedor de petróleo de Estados Unidos. Tal vez lo sea… Ciertas personas manejan los asuntos con poco cuidado en este continente.
La información de ida y vuelta es característica de este juego político, donde se suceden los súbitos desplazamientos de poder. Un buen amigo me previno del levantamiento de la Huerta poco antes de viajar a Méjico: tan sólo veinte días después tuvo lugar.
Hay otro contingente de población española en torno a las calles 93rd, 94th y 95th, y Broadway. Cubanos, en su mayor parte de clase alta, que permanecen aquí durante formación universitaria de sus hijos, en Columbia.
Cómo no, hay otro distrito español en el Lower East Side (sureste de Manhattan), entre los barrios sirio y griego. Sin embargo se trata de familias de stevedores, de ascendencia filipina. Cuando un español quiere denotar su desprecio hacia alguien, a menudo le llama “filipino”.
Su ciudad de nacimiento es Santiago, Cuba. Su cabello negro -rizado y grueso- enmarca un rostro cálido y firme como el marfil.
Esta señorita sí que sabe cómo mirar a un hombre con arte: la mirada le basta para expresarse, no necesita de las palabras ni de los músculos faciales. Sus ojos son suficiente. En parte es india.
¿Conoces a Viva? ¿No? Mejor para ti, para tu tranquilidad mental y tu descanso nocturno. El hombre que conoce a Viva se embriaga con el vino de su voz, el brillo frío y lustroso de su mirada, la musicalidad de sus pasos.
No te diré dónde puedes encontrarla exactamente. Camina, tarde en la noche, a lo largo de la calle 23rd, desde el East River hasta el Hudson. Elimina todos los sonidos nocturnos a medida que avanzas, ignóralos a medida que invaden tus oídos, fíltralos como un buscador de oro tamiza. Si percibes un sonido de guitarra, un acorde grave, resonando a tu paso, detente. Detente o –mejor aún- prosigue. ¡No mires a la figura tras las cortinas transparentes! Márchate rápidamente.
Corría la voz de que Nicholas Criton, el gran poeta griego, era el elegido de Viva. Solíamos sentarnos durante horas y horas, pretendiendo que bebíamos café, y observábamos cómo ella le miraba. Él le devolvía la mirada como un perro obediente que anhela la atención de su dueño.
Desde luego, ¡un perro afortunado! Más que nosotros…. Nos sentábamos por separado en las pequeñas mesas y simulábamos que aquello no nos importaba en absoluto.
Nos odiábamos los unos a los otros. ¿Qué importaba que hubiese otras tres millones de mujeres en Nueva York? ¿De verdad estábamos en Nueva York? Estábamos en Cuba. En una ocasión Ben Benn, el pintor, trajo un recorte de prensa sobre Cuba para Viva, quien le premió con una atenta mirada. Y a partir de entonces, todos trajimos algún recorte de la prensa a diario. A menudo ni siquiera probábamos la comida, se nos olvidaba comer. ¡Estábamos en Cuba! ¡Y estábamos allí para ella, para Viva!
De vez en cuando se dirigía a cada uno de nosotros. Nos sonreía ocasionalmente… con esa mirada única… Solía cantar en su cuarto, en la planta de arriba del restaurante, una vez terminaba su jornada laboral. Pero sólo lo hacía a solas. Y todo el que acudía a Cienfuegos durante el día paseaba arriba y abajo para escucharla, entonando una canción a la guitarra. Baladas románticas, lamentos, ¿quién sabe? Melodías perfumadas, llenas de misteriosas pasiones, con letras de Rubén Darío o José Silvio…
Pero algo sucedió un día. Un joven atlético y rubio –a quien no conocíamos- entró en el restaurante de Cienfuegos y pidió algo de comida, que saboreó ociosamente. Obviamente quedó muy satisfecho porque regresó los siguientes días.
Habitualmente hablaba con Viva brevemente antes de pagar, y elogiaba la comida y el café antes de irse. Viva, la señorita Viva, parecía encantada con él. Era tan alto y rubio… El intruso, ese hombre de cabello claro y ojos azules, prosiguió frecuentando el local regularmente, y Viva empezó a mirarle incluso más que a Criton.
Pero Criton no perdía la esperanza, esperaba recuperarla con paciencia infinita… Hasta que un día, incapaz ya de soportar aquello, se sentó junto al rubio.
Fue la primera vez que vi a Viva sonreir –con los labios-.
Criton y el rubio se hicieron amigos. El holandés también era poeta, y el griego acabó mudándose a su misma casa de huéspedes. Siempre acudían juntos al restaurante. Y por las noches caminaban del brazo frente a la ventana de Viva, dispuestos a compartir el sonido de su guitarra y su voz.
Criton y su amigo se sentían satisfechos, siempre y cuando pudieran compartir la mirada de esa mujer que ambos amaban.
Odiábamos a Criton.